domingo, 13 de noviembre de 2011

PUEBLO PEQUEÑO, INFIERNO GRANDE... O NO.

No son pocas las diferencias que uno aprecia cuando se pone a observar con cierta atención, entre la gente atareada de Madrid y la gente, no menos atareada pero sí menos estresada de la Villa.
Y me fijo, sin darme cuenta, en el andar de la gente por la calle, el andar algo más lento aunque no demasiado. Pero no es la velocidad lo que me llama la atención, es otra cosa que de pronto me parece más profundamente preocupante: La forma.

La gente de la Villa camina con toda la planta, del talón al pulgar, con la cabeza al frente, con los labios relajados preparados para la sonrisa cortés del saludo amistoso.

La gente de la capital camina con el talón clavado en el suelo, con los labios apretados de pensar qué hacer después de lo que ya hago, los ojos rápids, perdidos. Aquí. Aquí exactamente, radica la cuestión. Los ojos, la mirada…
Los que venimos de la gran ciudad, estamos acostumbrados a mirar sin apenas ver, ver por necesidad de seguir el camino, pero no miramos. (Mirar: Prestar atención a lo que se ve). En lugar de eso, vamos con la cabeza algo gacha, mirando al suelo, para no tropezar y esquivando siempre la mirada de quien se cruza con nosotros, con las pupilas locas de tanto acechar (¿No acabaremos nunca con agujetas?).
A veces, incluso es peor, escuchamos pasos tras nosotros, en la misma acera, y apretamos el paso, o bien frenamos y nos apartamos, disimulando mirar el reloj o el teléfono móvil, para verificar que no es alguien que nos sigue, que pretende agredirnos o robarnos la cartera. Cuando ese alguien pasa, y no ha sucedido nada, soltamos el aire contenido, relajamos la vista y sonreimos levemente, pensando en lo paranoicos que somos a veces. Pero la siguiente vez, hacemos lo mismo.





Aquí la gente camina con la cabeza mirando hacia delante, sonriendo a cada vecino que pasa y saludando con la mano, a veces, incluso, se paran un momento a charlar sobre cosas banales de la vida cotidiana.
En un sitio así, en el que todo el mundo se conoce, en el que nadie se arremete ni se roba porque al final, todo se sabe, la gente camina relajada, con los hombros sin rigidez, y sin otros problemas mayores que causa la tensión del posible peligro.

La frase que más escucho estos días, cuando hablo con gente que voy conociendo es “Pueblo pequeño, infierno grande”. Sin embargo, ¿No es un infierno igualmente esa gran ciudad en la que la maravilla de ser anónimo ser contrarresta con la mentira de convertirse en número?

Prefiero sacrificar mi intimidad superflua a cambio de la salud y la sonrisa, a ser una desconocida en un lugar en el que nadie me socorrerá si me caigo en el camino.
18/9

domingo, 6 de noviembre de 2011

EMPECEMOS POR EL PRINCIPIO

Para no variar, empecemos por el principio, ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?
Pues bien, cuando a principios de este año (2011) aterricé en la Gomera como una más de los turistas que la visitan, jamás pensé que me marcaría tan profundamente como lo hizo.
Fueron tan sólo cuatro días en los que huyendo un poco del frío de Madrid y del estrés agotador de la urbe.
Nada más llegar mis ojos se toparon con la roca desnuda frente al puerto, con sus franjas de colores que secretamente hablaban de miles de años de historia. Rojos, marrones, pardos, negruzcos…
En coche, buscando el parador, nos perdimos durante un rato, hasta que un encantador anciano nos indicó, tras una breve y cálida charla, el buen camino, no tenía pérdida.

Durante esos días, recorrí la isla a pie y en coche, entendiendo por recorrer lo que dan de sí cuatro días en un terreno abrupto y difícil como es el de la isla. Me atrapó completamente. No podía parar, necesitaba más, caminar más, hablar más, ver más…

En junio volví, esta vez por más tiempo, 21 días. Con unos guías de excepción, y con una ilusión cada vez mayor, fui adentrándome un poco más en su historia, en la cultura local, la gastronomía… y por supuesto, conociendo más a fondo sus paisajes, sus microclimas que tanto pueden variar de un punto a otro a pesar de lo pequeña que es la isla.

Finalmente, cosas del destino. Cuado volví a Madrid, pasé a ser un número más en la ya larga lista del paro. La ciudad se me hizo insufrible, la añoranza, la nostalgia me iban carcomiendo poco a poco el espíritu. Creí que enfermaría si no salía de allí. Así que lo tomé como una señal clara. “ Muchacha, coge tus cosas y vete a la Gomera”.
En un mes, recogí lo que había sido mi vida hasta entonces, me desprendí de lo prescindible, y partí a la aventura a mi querida isla.
Gracias a las buenas gentes que la habitan, que encontraron un lugarcito pequeño y acogedor para mí, vivo hoy en el lugar más maravilloso del mundo, un lugar que los reúne todos, una isla misteriosa y secreta ansiosa por ser descubierta poquito a poco, como todo lo bueno.
Aquí, comienzan mis andanzas, las andanzas de una goda en la Gomera.
¿Me acompañas?